
miradas desde el pasado
La crisis de la democracia en el siglo XXI
Jorge Javier Romero *
Lo que parecía el triunfo global de la democracia tras la Guerra Fría, se ha convertido en su lenta erosión. Este reportaje analiza cómo los autoritarismos avanzan desde dentro de los sistemas democráticos.
"El fin de la historia": La promesa democrática que no se cumplió
Turquía: de la esperanza europea al autoritarismo de Erdoğan
Turquía había transitado hacia la democracia de manera progresiva a lo largo del siglo XX. La Constitución de 1982, aprobada tras el golpe militar de 1980, estableció un marco institucional que limitó la injerencia de las Fuerzas Armadas en la política. En la década de 1990 y los primeros años del siglo XXI, el país avanzó en reformas orientadas a fortalecer el Estado de derecho y ampliar las libertades civiles. El reconocimiento de Turquía como candidato a formar parte de la Unión Europea (UE) en 1999 incentivó estos cambios y generó expectativas sobre una integración futura en el bloque.
Recep Tayyip Erdoğan asumió como primer ministro en 2003 con un discurso de modernización económica y estabilidad política. Su partido, el AKP, promovió reformas que mejoraron el crecimiento del país y redujeron la influencia de los militares en la política. Con el tiempo, su gobierno incrementó el control sobre los medios y restringió la independencia del Poder Judicial. En 2014, Erdoğan asumió la presidencia y consolidó su dominio.
El intento de golpe de Estado de 2016 sirvió como pretexto para intensificar la represión contra los opositores. El gobierno ordenó la destitución de miles de funcionarios, académicos y periodistas, cerró medios de comunicación y encarceló a figuras críticas. En 2017, un referéndum constitucional eliminó el cargo de primer ministro y otorgó al presidente amplios poderes. Desde entonces, las instituciones han perdido autonomía y la concentración de poder ha desplazado cualquier límite al Ejecutivo.
Las tensiones con la UE han crecido. El gobierno ha recurrido al nacionalismo y al islamismo político para reforzar su apoyo interno, mientras la perspectiva de adhesión al bloque se ha vuelto improbable. El laicismo, uno de los principios fundamentales de la República turca desde su fundación en 1923, ha sufrido un retroceso progresivo bajo el gobierno de Erdoğan. Las reformas impulsadas por el AKP han favorecido una mayor presencia de la religión en la esfera pública y en la educación, debilitando la separación entre el Estado y el islam. Paralelamente, las libertades políticas se han visto restringidas. La persecución de los opositores, la criminalización de la disidencia y la censura en medios y redes sociales han reducido drásticamente el espacio para el debate democrático. Con un Poder Judicial sometido al Ejecutivo y un parlamento sin capacidad de contrapeso, Turquía ha dejado de ser una democracia plena y se ha convertido en un sistema autoritario con elecciones controladas.
Hungría: Viktor Orbán y la “democracia iliberal”
Hungría pasó del comunismo a una democracia parlamentaria plural en 1989, tras la caída del régimen dirigido por el Partido Socialista de los Trabajadores Húngaros. La transición fue relativamente ordenada y permitió la celebración de elecciones libres en 1990. Con un sistema multipartidista y una economía en proceso de liberalización, el país se integró rápidamente en las instituciones occidentales. En 2004, ingresó en la UE con el compromiso de respetar los principios democráticos y el Estado de derecho.
Viktor Orbán –quien había irrumpido en la política como un demócrata liberal– y su partido, Fidesz, regresaron al poder en 2010 con una mayoría parlamentaria que les permitió reformar la Constitución y modificar el sistema judicial. Su gobierno limitó la independencia de los tribunales, reconfiguró el sistema electoral en su favor y fortaleció el control sobre los medios de comunicación. Las restricciones a la libertad de prensa se combinaron con ataques contra organizaciones no gubernamentales y universidades independientes, lo que provocó un éxodo de intelectuales y académicos.
El gobierno de Orbán ha promovido una ideología nacionalista, antiliberal y euroescéptica. Ha presentado su modelo como una democracia iliberal, en la que el Poder Ejecutivo tiene un margen amplio de actuación sin controles efectivos. La UE ha intentado frenar este retroceso mediante sanciones y advertencias, pero la dependencia de decisiones unánimes dentro del bloque ha dificultado cualquier acción contundente.
El debilitamiento del pluralismo ha reducido la competencia política real. Orbán ha utilizado el aparato estatal para consolidar su dominio, favoreciendo a aliados económicos y restringiendo el acceso de la oposición a recursos y medios. Con una narrativa que combina identidad cristiana, rechazo a la inmigración y escepticismo hacia Bruselas, su liderazgo plantea un desafío directo a los valores sobre los que se fundó la UE.
Polonia: la independencia judicial bajo ataque
Polonia fue el primer país del bloque soviético en iniciar su transición democrática. En 1989, tras las negociaciones entre el gobierno comunista y el sindicato Solidaridad, dirigido por Lech Wałęsa, se celebraron elecciones semilibres que marcaron el principio del fin del régimen. La nueva democracia polaca consolidó un sistema parlamentario pluralista y adoptó una economía de mercado. En 1999, el país ingresó en la OTAN y en 2004 se convirtió en miembro de la UE, comprometiéndose a respetar el Estado de derecho y los principios democráticos del bloque.
El partido Ley y Justicia (PiS) llegó al poder en 2015 con un discurso nacionalista, conservador y euroescéptico. Desde entonces, su gobierno ha llevado a cabo reformas que han debilitado la independencia judicial. Entre los cambios más significativos se encuentra la reforma del Tribunal Constitucional, que permitió al Poder Ejecutivo designar jueces leales. Posteriormente, una reforma del Consejo Nacional de la Judicatura otorgó al Parlamento control sobre el nombramiento de magistrados, mientras que otra ley obligó a jueces del Tribunal Supremo a jubilarse anticipadamente, facilitando su remplazo por candidatos afines al gobierno.
Estas reformas han provocado un enfrentamiento con la UE. En 2017, la Comisión Europea activó el artículo 7º del Tratado de la Unión Europea, un mecanismo que podría privar a Polonia de su derecho al voto en el Consejo Europeo debido a las violaciones al Estado de derecho. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha dictado varias sentencias en contra de las reformas judiciales y la Comisión ha bloqueado fondos europeos destinados a Polonia hasta que se reviertan algunas de estas medidas.
Más allá de la justicia, el PiS ha aumentado su control sobre los medios de comunicación. La televisión pública se ha convertido en un órgano de propaganda gubernamental, mientras que los medios privados críticos han sido objeto de presiones económicas y regulatorias. Además, el gobierno ha promovido una agenda ultraconservadora con restricciones al aborto, ataques contra los derechos LGBT y una política de confrontación con Bruselas.
A pesar de estas tendencias autoritarias, la oposición logró imponerse en las elecciones parlamentarias de 2023, lo que ha abierto un nuevo escenario político. El retroceso democrático en Polonia demuestra la fragilidad institucional en algunos países de la UE y la dificultad del bloque para hacer cumplir sus principios fundacionales cuando los gobiernos nacionales desafían sus normas.
Populismo y extrema derecha: el desafío a la democracia liberal
En el corazón de la Europa democrática, la crisis económica de 2008 y la gestión de sus consecuencias por parte de las instituciones europeas generaron un clima de descontento y desconfianza hacia los partidos tradicionales. Este escenario facilitó el ascenso de movimientos populistas y extremistas, tanto de derecha como de izquierda, en democracias consolidadas.
Italia había sido el primer país en experimentar el auge del populismo moderno con Silvio Berlusconi en la década de 1990. Su ascenso marcó un punto de inflexión tras el colapso de los partidos tradicionales en la crisis de corrupción de Tangentopoli. Berlusconi, un empresario sin trayectoria política previa, se presentó como un líder anti-establishment y moldeó un estilo que anticipó la retórica de figuras como Donald Trump. Su discurso simplista, su control de los medios de comunicación y su capacidad para sortear escándalos personales sentaron las bases del populismo contemporáneo en Europa.
El avance del extremismo de derecha ha estado vinculado al rechazo a la inmigración y a un racismo soterrado que ha aflorado con el aumento de los flujos migratorios. En Francia, la Agrupación Nacional de Marine Le Pen ha consolidado su presencia política con un discurso centrado en la seguridad y la identidad nacional. En Alemania, Alternativa para Alemania (AfD), fundada en 2013, ha logrado la representación parlamentaria con una agenda euroescéptica y antiinmigración que ha calado especialmente en el este del país. En Italia, la Liga de Matteo Salvini y Hermanos de Italia, liderado por Giorgia Meloni, han capitalizado el malestar social promoviendo un discurso nacionalista y contrario a la integración europea.
El populismo de izquierda también ha tenido un impacto significativo, especialmente en países del sur de Europa golpeados por la crisis económica y las políticas de austeridad. En España, el partido Podemos emergió como una fuerza de contestación al bipartidismo, con un discurso anticapitalista y crítico con las instituciones europeas. Su crecimiento alteró el equilibrio político del país, aunque su participación en el gobierno acabó diluyendo parte de su radicalidad inicial.
Por otro lado, Vox ha irrumpido en el panorama español como el primer partido de extrema derecha con representación significativa desde la transición democrática. Su ascenso ha estado vinculado a la reacción contra el independentismo catalán, el feminismo y la inmigración. Con una estrategia basada en la polarización y en el ataque a las elites políticas tradicionales, Vox ha conseguido consolidarse como una fuerza relevante en el Congreso y en varias autonomías.
El auge de estos movimientos ha debilitado los consensos que sostenían la democracia liberal en Europa. La fragmentación política, el desprestigio de los partidos y el cuestionamiento de los valores fundacionales de la UE son síntomas de un fenómeno que no ha tocado techo. La combinación de crisis económicas, inseguridad social y discursos identitarios sigue alimentando fuerzas que desafían los principios democráticos sobre los que se edificó Europa en la posguerra.
Este continente enfrenta una paradoja demográfica y social difícil de resolver. Con una tasa de natalidad en declive y una población envejecida, muchos países necesitan inmigrantes para sostener sus economías y financiar sus sistemas de bienestar. Sin embargo, una parte significativa de la sociedad percibe la inmigración como una amenaza a sus valores culturales y a su forma tradicional de vida. Esta tensión ha sido aprovechada por los partidos de extrema derecha, que han convertido la crisis migratoria en el eje de su discurso político. La llegada de personas refugiadas y migrantes, especialmente desde Oriente Medio y África, ha alimentado narrativas sobre la pérdida de identidad nacional y el peligro del multiculturalismo.
La UE, incapaz de gestionar de manera coordinada la política migratoria, ha dejado a cada país la responsabilidad de responder a la presión migratoria, lo que ha acentuado las divisiones internas. En este contexto, el rechazo a la inmigración se ha consolidado como un factor clave en el ascenso de líderes y movimientos políticos que desafían los principios democráticos y los valores fundacionales del proyecto europeo.
América Latina: la frágil consolidación de las democracias
América Latina ha enfrentado serias dificultades para consolidar democracias estables y funcionales. La herencia de regímenes autoritarios, la fragilidad institucional y la persistencia de desigualdades estructurales han condicionado el desarrollo democrático en la región. Si bien el presidencialismo ha otorgado un poder significativo al Ejecutivo, los constantes conflictos con el Legislativo han generado escenarios de inestabilidad que en muchos casos han terminado con la destitución de presidentes antes de completar sus mandatos. A pesar de la regularidad de los procesos electorales, la debilidad institucional ha facilitado la manipulación de los mecanismos democráticos y ha permitido la erosión de derechos y libertades.
El descontento ciudadano ha crecido ante la incapacidad de los gobiernos para garantizar estabilidad y responder a las demandas sociales. En este contexto, la polarización política ha radicalizado el debate público, debilitando la posibilidad de acuerdos y favoreciendo el ascenso de figuras que prometen soluciones inmediatas sin fortalecer las instituciones. La crisis de representación ha dado paso a la emergencia de populismos y extremismos, tanto de izquierda como de derecha, que han encontrado en el hartazgo social un terreno fértil para consolidar su influencia.
Con discursos que deslegitiman a las elites políticas tradicionales y apelan a soluciones simplistas, dichos movimientos han profundizado la fragmentación del sistema político. Mientras algunos países han experimentado regresiones autoritarias, otros han caído en una parálisis institucional que impide gobernar con eficacia. La región enfrenta el reto de superar estos obstáculos sin perder los avances democráticos logrados en las últimas décadas.
Venezuela: la instauración violenta de la autocracia
Sin duda, el caso más grave de regresión es el de Venezuela, que desde 1958 había mantenido una democracia estable, pero donde inició un proceso de descomposición institucional con la llegada de Hugo Chávez al poder en 1999, como resultado de la crisis ecoómica y los escándalos de corrupción que demolieron al sistema de partidos que parecía estable, con alternancia entre la democracia cristiana de COPEI y algo parecido a la socialdemocracia de Acción Democrática, con una izquierda bastante elaborada representada por el Movimiento al Socialismo. Chávez puso en marcha una serie de reformas que concentraron el poder en el Ejecutivo y debilitaron los contrapesos institucionales.
Tras su muerte en 2013, Nicolás Maduro asumió la presidencia y profundizó las políticas autoritarias. Las elecciones presidenciales de 2024 estuvieron marcadas por denuncias de fraude. El Consejo Nacional Electoral, controlado por el oficialismo, proclamó a Maduro como ganador, mientras que la oposición, liderada por Edmundo González Urrutia, aseguró haber obtenido el 70 % de los votos. Observadores internacionales, como el Centro Carter y la ONU, criticaron la falta de transparencia en el proceso electoral. González Urrutia, refugiado en Madrid debido a persecuciones políticas y una orden de captura en su contra, cuenta con el respaldo de la comunidad internacional, que ha intensificado las sanciones contra el régimen de Maduro.
Perú: inestabilidad política y conflicto institucional
Perú ha enfrentado una constante inestabilidad política marcada por el enfrentamiento entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, lo que ha impedido la consolidación de un sistema de gobierno estable. Desde el año 2000, el país ha experimentado una sucesión de crisis institucionales que han llevado a la destitución o renuncia de varios presidentes, con el Congreso desempeñando un papel clave en la remoción de los mandatarios.
En 2000, Alberto Fujimori dejó el poder tras un escándalo de corrupción y huyó a Japón. Desde entonces, ningún presidente ha logrado completar su mandato sin ser destituido, investigado o forzado a dimitir. En 2018, Pedro Pablo Kuczynski renunció para evitar una destitución inminente por sus presuntos vínculos con el caso Odebrecht. Su sucesor, Martín Vizcarra, intentó llevar adelante una agenda anticorrupción, pero la constante obstrucción legislativa lo llevó a disolver el Congreso en 2019, lo que generó una crisis constitucional sin precedentes.
Un año después, el Congreso destituyó a Vizcarra por incapacidad moral, desatando masivas protestas en todo el país. Manuel Merino, quien asumió la presidencia con respaldo parlamentario, renunció tras solo cinco días en el cargo debido a la presión social. En 2021, Pedro Castillo fue electo con un discurso antiestablishment, pero su gobierno se vio marcado por el caos, las acusaciones de corrupción y la falta de apoyo político. En diciembre de 2022, tras intentar disolver el Congreso y establecer un gobierno de excepción, Castillo fue destituido y arrestado, dando paso a la presidencia de Dina Boluarte, en medio de nuevas protestas y una creciente represión estatal.
Esta inestabilidad ha debilitado la confianza en las instituciones y ha convertido a Perú en un caso atípico en la región, con un sistema democrático formal que no logra garantizar una gobernabilidad efectiva. La constante pugna entre el Ejecutivo y el Legislativo ha impedido el desarrollo de políticas públicas sostenidas y ha dejado al país en un estado de crisis permanente, donde la incertidumbre política y la desafección ciudadana continúan socavando la democracia.
Argentina: crisis conómica, oscilación populista
Argentina ha atravesado múltiples crisis económicas que han moldeado su panorama político. La crisis financiera de 2001 sumió al país en una recesión profunda y provocó la renuncia del presidente Fernando de la Rúa, en medio de protestas masivas y una grave crisis de representación. En los años siguientes, el país registró un periodo de crecimiento bajo los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, quienes impulsaron políticas intervencionistas y un aumento sostenido del gasto público. Sin embargo, el modelo económico basado en el consumo y la expansión del Estado encontró límites ante el persistente problema de la inflación, el aumento de la deuda externa y los cospicuos casos de corrupción del entorno del peronismo.
El descontento con la clase política tradicional se ha intensificado en los últimos años, impulsado por el deterioro económico y la falta de soluciones efectivas, a pesar de que ha habido alternancia política. En este escenario, Javier Milei ha canalizado el malestar de sectores desencantados con el peronismo y la oposición tradicional de derecha moderada. Su discurso libertario, centrado en la reducción del Estado y la desregulación económica, ha captado el apoyo de los votantes frustrados con la dirigencia política y las reiteradas crisis económicas. Su ascenso refleja no solo el rechazo a las políticas tradicionales, sino también la búsqueda de un cambio drástico en la conducción del país, en un contexto donde la incertidumbre económica y la polarización siguen marcando el rumbo de Argentina.
Chile: crisis social frente a la resistencia democrática
Chile, considerado durante décadas un modelo de estabilidad y crecimiento en la región, logró una transición democrática que parecía exitosa. Desde el retorno a la democracia en 1990, el país experimentó alternancia en el poder sin grandes conflictos ni niveles extremos de polarización. Sin embargo, las bases del modelo económico y político heredado de la dictadura de Pinochet fueron acumulando tensiones que emergieron en 2019 con un estallido social de dimensiones inéditas.
Las protestas, detonadas por el alza en el precio del transporte público, reflejaron un malestar más profundo vinculado con la desigualdad y la percepción de que el crecimiento económico no se traducía en bienestar para amplios sectores de la población. La respuesta institucional incluyó la convocatoria a un proceso constituyente para redactar una nueva Constitución que remplazara la de 1980. Sin embargo, en 2022, el plebiscito rechazó el texto propuesto, revelando fracturas sociales y la falta de consenso sobre el rumbo del país.
A pesar de estos desafíos, las instituciones han demostrado fortaleza y han mantenido el orden democrático. Sin embargo, el escenario político se ha vuelto más fragmentado, y la polarización ha dado paso al crecimiento de movimientos de derecha radical, que han encontrado apoyo en sectores que rechazan las reformas impulsadas tras la crisis de 2019. Chile enfrenta el reto de canalizar las demandas sociales sin perder estabilidad, en un panorama donde el descontento y la incertidumbre siguen marcando el debate público.
Brasil: democracia en vilo entre el asalto a las instituciones
Brasil, la mayor democracia de América Latina, ha enfrentado desafíos significativos en su sistema democrático en los últimos años. La elección de Jair Bolsonaro en 2018 marcó el ascenso de un líder con tendencias autoritarias y una retórica polarizadora. Durante su mandato, Bolsonaro cuestionó repetidamente la integridad del sistema electoral brasileño y mostró simpatía hacia el periodo de dictadura militar que gobernó el país entre 1964 y 1985.
Tras su derrota en las elecciones de 2022 frente a Luiz Inácio Lula da Silva, Bolsonaro y sus seguidores alegaron, sin pruebas, que hubo fraude electoral. Esta narrativa culminó en los eventos del 8 de enero de 2023, cuando miles de simpatizantes bolsonaristas invadieron y vandalizaron las sedes de los tres poderes en Brasilia, en un intento fallido de revertir el resultado electoral. Dicho ataque, que recordó al asalto al Capitolio de Estados Unidos en 2021, resultó en la detención de más de 1 400 personas y puso en evidencia las profundas divisiones políticas en el país.
En los meses siguientes, las investigaciones revelaron la existencia de una trama golpista más amplia. En febrero de 2025, la Fiscalía General de la República presentó una denuncia formal contra Bolsonaro y otros 33 individuos, acusándolos de intento de abolición violenta del Estado democrático de derecho, organización criminal armada y golpe de Estado. Entre los acusados se encuentran altos mandos militares y exministros, lo que subraya la gravedad de la conspiración. Las acusaciones incluyen planes para asesinar al presidente Lula mediante envenenamiento, según informes de la Policía Federal. El Tribunal Supremo Federal deberá decidir si acepta la denuncia y procede con el juicio. Mientras tanto, Bolsonaro ha sido inhabilitado políticamente hasta 2030 por la Justicia Electoral debido a sus intentos de socavar la confianza en el sistema electoral. A pesar de las acusaciones, el expresidente se declara inocente y afirma ser víctima de una persecución política.
Estos acontecimientos han puesto a prueba la flexibilidad de las instituciones democráticas brasileñas y han generado un debate nacional sobre la necesidad de fortalecer el Estado de derecho para prevenir futuros intentos de subversión del orden democrático.
Ecuador: muerte cruzada y la perpetua inestabilidad política
Ecuador ha experimentado una notable inestabilidad política desde finales del siglo XX, caracterizada por la destitución de varios presidentes antes de que completaran sus mandatos. En 1997, el Congreso destituyó al presidente Abdalá Bucaram, alegando incapacidad mental tras solo seis meses en el cargo. Le siguieron Jamil Mahuad, derrocado en 2000 durante una crisis económica y protestas indígenas; y Lucio Gutiérrez, destituido en 2005 en medio de manifestaciones masivas en su contra.
En este contexto de inestabilidad, Rafael Correa emergió como una figura política dominante. Asumió la presidencia en 2007 y promovió una revolución ciudadana con reformas constitucionales que ampliaron los poderes del Ejecutivo y permitieron su reelección. Aunque su gobierno trajo cierta estabilidad y crecimiento económico, también fue criticado por tendencias autoritarias y por limitar la libertad de prensa.
Tras la salida de Correa en 2017, Ecuador ha continuado enfrentando desafíos políticos. En 2023, el presidente Guillermo Lasso disolvió la Asamblea Nacional en medio de un juicio político en su contra, utilizando la figura constitucional de la muerte cruzada, lo que llevó a elecciones anticipadas y a un clima de incertidumbre política.
Colombia: límites de una democracia diseñada en el ‘91
La promulgación de la Constitución de 1991 marcó un hito en la historia de Colombia, pues estableció un marco jurídico orientado a fortalecer la democracia, ampliar los derechos ciudadanos y promover la participación política. Este nuevo ordenamiento jurídico creó instituciones como la Corte Constitucional y la Fiscalía General de la Nación, y reconoció la diversidad étnica y cultural del país.
A pesar de estos avances, Colombia ha enfrentado desafíos persistentes que han puesto a prueba la eficacia de su marco constitucional. El proceso constituyente se dio en medio de un clima de violencia generalizado por el poder de las organizaciones especializadas en el tráfico de drogas. La corrupción ha permeado diversas esferas del sector público y privado, debilitando la confianza ciudadana en las instituciones. Además, la violencia derivada del conflicto armado y la presencia de grupos ilegales han seguido afectando la seguridad y el desarrollo en varias regiones, incluso después del Acuerdo de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia en 2016.
En el ámbito político, la alta abstención electoral refleja una desconexión entre la ciudadanía y el sistema de representación. Desde 1978, la participación ha sido baja, con un 66 % de abstención en 1994 y un 62.6 % en el plebiscito sobre el acuerdo de paz. Esta desafección pone en evidencia la fragilidad del vínculo entre el electorado y el Estado, así como la necesidad de reformas que fomenten una mayor inclusión y representatividad.
El gobierno de Gustavo Petro ha intentado impulsar cambios estructurales para abordar estos problemas, pero su administración ha estado marcada por crisis internas y dificultades en la gobernabilidad. La renuncia de varios miembros del gabinete y la falta de consenso en el Congreso han generado incertidumbre sobre la viabilidad de las reformas propuestas.
Colombia sigue enfrentando el reto de hacer efectiva la democracia diseñada en 1991. Aunque ha logrado avances en la institucionalidad y en la ampliación de derechos, la persistencia de la corrupción, la violencia, el reto que plantea el narcotráfico y la polarización política impiden una consolidación plena del modelo democrático. Sin soluciones de fondo a estos problemas, la estabilidad seguirá dependiendo de la capacidad del Estado para generar confianza en la ciudadanía y garantizar un sistema político funcional.
México: de la transición democrática al desmantelamiento institucional
La democracia mexicana, frágil desde su origen, nunca llegó a consolidarse plenamente. El sistema de contrapesos construido tras la alternancia del año 2000 ha sido desmantelado progresivamente en los últimos años, dando paso a una reversión autocrática sin precedentes en la historia reciente del país. La militarización de funciones civiles, la subordinación del Poder Judicial y la captura de organismos autónomos han socavado los pilares de la democracia mexicana.
Durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024), las Fuerzas Armadas se convirtieron en actores centrales de la vida pública, con un control creciente sobre aeropuertos, aduanas, obras de infraestructura y seguridad pública. Paralelamente, el debilitamiento del Instituto Nacional Electoral (INE) y el sometimiento de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos han consolidado un modelo donde las instituciones ya no operan con independencia del Ejecutivo.
Las elecciones de 2024 que llevaron al poder a Claudia Sheinbaum se desarrollaron en un contexto de desconfianza generalizada. Aunque el INE rechazó las denuncias de fraude, el uso de recursos del Estado para favorecer al oficialismo y la falta de equidad en la contienda han generado dudas sobre la legitimidad del proceso. Sin una oposición capaz de hacer frente a este deterioro y con un aparato gubernamental que ha normalizado la concentración del poder, la posibilidad de una regresión total hacia un modelo autoritario es cada vez más evidente.
México no atraviesa una crisis institucional coyuntural ni una simple etapa de erosión democrática: se encuentra en un proceso activo de desmontaje de la democracia y de restauración de un sistema donde el poder opera sin límites ni contrapesos reales. La reversión autocrática avanza sin frenos visibles y sin alternativas claras en el corto plazo.
La amenaza global del populismo como nuevo modelo de gobierno
Las democracias del siglo XXI enfrentan una crisis global que combina la fragilidad de los sistemas más jóvenes con la erosión de los más consolidados. En América Latina, la incapacidad para consolidar instituciones fuertes ha permitido que el populismo, tanto de izquierda como de derecha, se convierta en una respuesta recurrente ante la frustración social. En Europa, la fragmentación política y el miedo a la inmigración han abierto el camino a movimientos extremistas que desafían los principios fundacionales de la UE. Pero la mayor amenaza proviene de Estados Unidos, donde el fenómeno de Donald Trump ha puesto en entredicho la estabilidad de la democracia más influyente del mundo.
Su regreso al poder no solo significaría una mayor polarización interna y el debilitamiento del Estado de derecho, sino que también podría acelerar el deterioro democrático global, alentando a líderes autoritarios en todo el mundo y desmantelando el orden internacional construido tras la Segunda Guerra Mundial. El populismo ha dejado de ser una anomalía y se ha convertido en un modelo de gobierno viable para quienes buscan perpetuarse en el poder sin límites. Así, la pregunta ya no es si las democracias pueden resistir estos embates, sino hasta qué punto podrán seguir considerándose democracias.
* Académico y analista político. Director de la revista El Diluvio.