
a fondo
Autoritarismo 2.0: el poder que no se ve
Jesús Caudillo
La represión ya no necesita ejércitos. Hoy se ejecuta desde servidores, algoritmos y plataformas. Este artículo analiza cómo gobiernos y corporaciones han convertido la vigilancia digital en la forma más eficiente de control político.
Elon Musk: cuando el Estado y la empresa se confunden
Tomemos, en principio, el caso de Elon Musk, quien en el imaginario digital ha construido una reputación de multimillonario, genio e innovador. Aquel empresario rebelde de Silicon Valley que desafía el poder se convirtió gradualmente en el oligarca detrás del trono en Estados Unidos. El hombre que prometió revolucionar la movilidad, la exploración espacial y la conectividad ha dejado de ser un actor externo al poder; ahora es parte de él y gran comparsa del presidente Donald Trump.
Desde que adquirió X (antes Twitter) bajo la bandera de la libertad de expresión, Musk ha transformado la plataforma en el laboratorio donde los algoritmos se ajustan a cada momento y la visibilidad de ciertos discursos es favorecida o limitada según las políticas de la plataforma. Aunado a ello, Musk es dueño de la empresa de desarrollo tecnológico aeroespacial Starlink, la cual cuenta con una red satelital que ya fue utilizada en conflictos estratégicos como la guerra en Ucrania. La Casa Blanca y el Pentágono han admitido tímidamente su dependencia de la tecnología de Musk para operaciones globales. La línea entre la empresa privada y el aparato estatal hoy es delgada en la élite gobernante del país más poderoso del mundo.
Venezuela y el control digital absoluto
Si hay un país que ha perfeccionado el manual de la represión digital, ese es Venezuela. La situación ahí, en la que por medio del aparato militar y el control absoluto de la libertad de expresión durante más de un cuarto de siglo, facilitó la configuración de un aparato represivo que invade ya los espacios cibernéticos. El gobierno, primero de Hugo Chávez y luego de Nicolás Maduro, no solo ha utilizado su monopolio de telecomunicaciones para censurar y bloquear contenidos críticos al régimen, sino que también ha desarrollado herramientas propias de vigilancia y control social.
El Carnet de la Patria es el mejor ejemplo de ello. Lo que originalmente se planteó como una tarjeta para acceder a programas sociales, en la práctica se convirtió en un instrumento de monitoreo digital hacia los ciudadanos que debían mantener contacto con algún área del gobierno. Así, el régimen es capaz de rastrear el comportamiento digital de los ciudadanos, incluido su acceso a redes sociales; además, puede condicionar el acceso de cualquier persona a subsidios según su lealtad política. A lo anterior se suma el hecho de que el oficialismo tiene un ejército de bots y cuentas falsas que inundan el espacio digital con propaganda y ataques coordinados contra los grupos opositores. La represión ya no ocurre solo en la calle, sino que también se da desde los servidores.
México y su aparato de control narrativo
Una de las grandes virtudes del régimen gobernante en México es que fue capaz de construir un modelo de comunicación que, sin llegar al nivel de censura directa de otros lugares, opera con una sofisticada estructura de control narrativo. Las conferencias matutinas del expresidente Andrés Manuel López Obrador, proyecto continuado por su sucesora Claudia Sheinbaum Pardo, son un ejemplo de cómo el discurso oficial se impone diariamente en la agenda pública, deslegitimando voces críticas y reforzando la propaganda gubernamental.
Por medio de redes sociales y medios afines, el gobierno ha construido un ecosistema de comunicación donde la narrativa oficial se amplifica con la ayuda de gobernadores, servidores públicos, diputados y senadores que comulgan con el oficialismo; además del uso de cuentas anónimas y portales digitales que atacan a periodistas y opositores. No se necesita prohibir contenido crítico si se puede diluir entre la desinformación y los ataques coordinados: de este modo, la verdad y los hechos no son relevantes, por lo que disminuye el impacto de información fidedigna, mientras aumenta la desconfianza en la información verificada.
China y el modelo exportable de vigilancia
Lo que ha sucedido en China en los últimos años es, por lo menos, distópico. El país más relevante de Asia es también el lugar donde el control digital no solo es una realidad cotidiana, sino que además es tangible. Por sobre todas las cosas, destaca el sistema de crédito social que vigila a cada ciudadano en todos los rincones del país por medio de tecnologías de reconocimiento facial y que, a partir de ello –previa consulta a las bases de datos gubernamentales– lo clasifica de acuerdo con su comportamiento.
Así pues, un ciudadano común puede tener acceso o no a ciertos derechos y libertades según su conducta en el espacio público y de acuerdo con el cumplimiento de sus obligaciones. El Partido Comunista chino ha logrado lo que George Orwell temía: un panóptico digital omnipresente.
Empresas chinas como Huawei y Hikvision han sido acusadas de proveer infraestructura de vigilancia a gobiernos de Asia, África y América Latina. Esto implica que la tecnología de control no solo se usa dentro de China, sino que también se está replicando globalmente en países con tendencias autoritarias en todas las latitudes del globo.
La simbiosis entre el Estado y las grandes empresas tecnológicas
Uno de los aspectos clave del autoritarismo 2.0 es la convivencia entre los gobiernos y las grandes empresas tecnológicas, que han pasado de ser actores independientes a pilares fundamentales del poder estatal.
En Estados Unidos, empresas como Google, Meta, Apple y las compañías de Elon Musk han consolidado su influencia no solo en el ámbito económico, sino también en el político y en la seguridad nacional. El acceso a datos masivos, la capacidad de moderar información y su participación en el desarrollo de inteligencia artificial han convertido a estas compañías en aliadas estratégicas del gobierno. Washington, por ejemplo, ha utilizado herramientas de análisis de datos de Google y Meta para el monitoreo de seguridad y campañas de desinformación; mientras que Apple ha negociado con el gobierno cuestiones de privacidad y seguridad en sus dispositivos, en una relación que oscila entre la cooperación y el conflicto.
En China, el Partido Comunista ha desarrollado un modelo diferente de control sobre sus gigantes tecnológicos. Empresas como Huawei, ByteDance y las compañías de Jack Ma han crecido bajo el amparo del gobierno, pero también bajo su vigilancia estricta. El caso de Alibaba y su fundador Jack Ma es un ejemplo claro: luego de sus críticas al sistema financiero chino, el gobierno intervino, restringió sus negocios y reforzó el control estatal sobre las big tech chinas. Mientras tanto, Huawei ha sido utilizada para expandir la infraestructura de telecomunicaciones con supervisión estatal y ByteDance, la empresa detrás de TikTok, ha sido señalada por posibles vínculos con el gobierno chino en el manejo de datos de sus usuarios a nivel mundial.
En ambos casos, tanto en China como en Estados Unidos, la expansión de estas empresas ha ocurrido en una relación simbiótica con el poder político. En lugar de limitar su crecimiento, los gobiernos las han incorporado en sus estrategias geopolíticas y de control informativo. Lo que inicialmente parecía un entorno digital abierto y descentralizado, hoy es una arena donde corporaciones tecnológicas y Estados operan en conjunto para preservar su influencia.
Democracia (digital), en jaque
La cuestión en nuestro tiempo no es si la tecnología puede ser utilizada para oprimir, eso está claro, sino qué es lo que está a nuestro alcance como usuarios para tomar conciencia y hacerle frente a este hecho. La vigilancia digital es el método de control más eficiente porque no necesita ser visible para funcionar. La censura es más efectiva cuando el usuario ni siquiera nota que ha sido censurado. Y la represión es más letal cuando parece que no está ocurriendo.
La libertad está en riesgo en la vida pública y en los espacios digitales. Lo que hacemos en nuestros dispositivos cuando creemos que estamos disfrutando de nuestra privacidad es vigilado por sistemas invisibles: lo que vemos y hacemos, lo que nos gusta y lo que no, aquello que nos mueve y nos interesa. Cuando sea necesario, eso será usado por gobiernos y poderes –formales e informales– para seguir dando forma a los proyectos políticos.
De fondo, hay una libertad que nunca podrá ser completamente arrebatada: la de pensar, la de decidir qué creer, qué cuestionar y cómo interpretar el mundo. Aunque los algoritmos intenten dirigir lo que vemos y los gobiernos busquen controlar la narrativa, el usuario sigue teniendo la capacidad de discernir y elegir.
¿Qué puede hacer el ciudadano para recuperar y proteger su autonomía digital? La respuesta, aunque no sencilla, comienza por tomar conciencia del poder que tiene sobre su propio consumo de información y la forma en que interactúa en el espacio digital. ¿Será suficiente con desarrollar pensamiento crítico y cuestionar lo que consumimos en redes? ¿O requerimos una estrategia colectiva para recuperar internet como un espacio de libertad genuina? Esa es la pregunta que cada usuario debe hacerse antes de asumir que todo está perdido.